Por su propia naturaleza, un parto gemelar siempre conlleva más riesgos que un parto simple. En realidad, me imponía bastante saber que de mi vientre tenían que salir dos niños, uno detrás de otro. Pero en mi caso, el parto de las mellizas fue el colofón final a un embarazo de diez, a un embarazo gemelar ‘de libro’, como me decían los médicos, en el que las únicas diferencias que encontré respecto al de Alfonso fueron un mayor control en el hospital (mensual en vez de trimestral) y un mayor aumento de peso que derivó en una hinchazón de piernas descomunal debido a la retención de líquidos. Si os digo que las dos últimas semanas ya no podía ni caminar, no os engaño.
Yo, con mis veinte kilos de más y mis piernas de elefante, me acordaba
muchísimo en ese momento de todas las personas que me decían “cuando son dos, y
en el segundo embarazo, el parto siempre se adelanta”. ¡Ja! Semana 39 y las
mellizas no querían salir.
Tras acudir por tercera vez a lo que comúnmente llamamos como
‘correas’ (monotorización del feto) para ver cómo iban las contracciones, la
ginecóloga por fin me dio fecha de programación del parto, ya que en un
embarazo gemelar, por protocolo, no dejan pasar de la semana 39 de gestación. No
me lo podía creer, tenía tantas ganas de dar a luz que los cuatro días que
faltaban me parecían una eternidad.
Pero al fin llegó. Viernes 17 de junio a las ocho de la mañana en el Hospital Materno. Ahí estaba yo, preparada para enfrentarme a la aventura más grande de mi vida: parir a pares. Más fresca que una lechuga, sin un dolor, sin una contracción. Las dos
niñas estaban posicionadas ‘de cabeza’ y con un peso bueno, así que había
buenas perspectivas para el parto natural. Pero no tenía ni el más mínimo
síntoma de ello. Tenía que someterme a un parto inducido.
Tras asignarme mi habitación en el hospital, la ginecóloga me
introdujo una especie de globo en el cuello uterino y por medio de un catéter lo
llenó de agua para que el globo se hinchara y propiciara así la dilatación del
cuello uterino. Al parecer, se trata de una técnica novedosa. A medida que el globo se fuera inflando, la presión del mismo sobre mi
cuello uterino provocaría la liberación de prostaglandinas, que son las hormonas encargadas de provocar la dilatación. Y me advirtieron: si durante
el transcurso del día no expulsaba ese globo de forma natural, significaba que
el cuello del útero seguiría igual ‘de verde’. Y así fue. Llegó la noche y
seguía prácticamente igual que por la mañana. Una enfermera me retiró el globo
y pude descansar toda la noche sin ninguna novedad.
No serían las ocho de la mañana del sábado 18 de junio cuando un
enfermero entró como una exhalación a la habitación, me dejó un camisón y me
pidió que me duchara. A las diez de la mañana ya estaba en la sala de
dilatación. Una hora después, ya con la oxitocina en vena, las contracciones
empezaban a dar señales de vida. El siguiente paso era romper la bolsa de la
niña que estaba en la primera posición de la línea de salida, para que poco se fuera
encajando en el canal de parto.
No tardé mucho en pedir la epidural porque, con dos expulsivos, la
matrona me advirtió de que la cosa me iba a doler. Y la verdad es que la anestesia me hizo
bastante efecto, estaba bloqueada de cintura para abajo.
A la una de la tarde me noté mucha presión en la vagina, avisé a la
matrona y resulta que la primera niña ya tenía la cabeza casi fuera. Llegó la
hora. Me llevaron a quirófano (qué es donde se da a luz cuando el parto es
gemelar) y la situación que se originó allí imponía bastante. Y eso que ya iba
avisada. Pero claro, la vez anterior di
a luz a mi hijo en un paritorio, junto con mi
marido, una matrona y una enfermera. Esto era distinto, se montó un
despliegue de película. Ahí estaba yo, en el quirófano, sin ningún familiar y
con un séquito de personal médico a mí alrededor. Al igual que mi parto, todo
era doble.
A la 13.42 la niña nació casi sin empujar, con 3,060 kilos y limpia
como esos bebés que se ven en las películas. Me la pusieron en mi pecho
mientras nos preparábamos para el segundo expulsivo. Y la misma operación: me
rompieron la bolsa de la segunda niña, pero con una diferencia, aunque estaba
posicionada de cabeza, ella no estaba tan cerca de la salida como su
hermana. Yo creo que se quedó divagando
en el ‘espacio’ de mi enorme barriga, así que por más que empujaba, no salía.
Recuerdo a un médico masajeando con fuerza mi abdomen para empujar a la niña
hacia abajo. Ya parecía estar más cerca y yo empujaba con todas mis fuerzas, ella casi asomaba su cabecita pero al relajarme volvía a meterse otra vez
hacia dentro porque no estaba encajada en mi vagina. Y así unas cuantas veces
hasta que, de repente, escuche a un médico decir “preparados para cesárea”. ¿Perdona?
Pensé yo, ¿un parto natural y ahora una cesárea? No quería ni pensarlo, si
había llegado hasta allí de una forma tan ‘ideal’ no podía estropearse ahora. Lo
intentamos una vez más cuando escuché a un médico pedir un Kiwi, podéis
imaginar mi cara. Después descubrí que así se llama la famosa ventosa que todas
conocemos y que ayuda a tirar de la cabecita del bebé para que salga de la
vagina.
La segunda niña nació a la 13.52 horas, justo diez minutos después que
su hermana. Pesó 2,800 kilos y no estaba tan limpia, había sufrido más. Me la
enseñaron y rápido se la llevaron al pediatra. Eso me preocupó bastante, pero
enseguida nos informaron de que la niña estaba estupendamente y que pronto
estaría con nosotros en la habitación.
Tras retirarme la placenta, me cosieron muy pocos puntos y pronto me
llevaron a la sala de recuperación, donde me reuní con mi marido y mi primera
hija. Había llegado el momento de ponerles el nombre, ¡lo tenía tan claro hasta
ese momento! La rubia se llamaría Claudia y la morena María. Pero cuando
nacieron, ¡eran tan distintas! Efectivamente, una rubia y otra morena, una de
cara alargada y otra redonda, la segunda era igual que mi hijo, dos gotas de
agua, la primera no se parecía en nada. De repente sentí una gran
responsabilidad al tener que asignarle un nombre a cada una, pues lo llevarían el resto de sus vidas. Tenía que pensarlo
un poco más. Así que, de momento, serían Recién Nacida 1 y Recién Nacida 2.
Mi hijo, que por aquel tiempo
no había cumplido aún los cuatro años, decidió desde el principio del embarazo
que una niña tendría que llamarse María. Y a mí me gustaba muchísimo el nombre
de Claudia. Así que, después de meditarlo un poco, tomamos la decisión de
llamar María a la niña que se parecía a Alfonso y que nació en segundo lugar.
La primera, entonces, se llamaría Claudia.
Ya en la habitación del hospital, y con mis dos cunas, aún no podía
creerme que esas dos niñas fueran mías, ¿cómo me había pasado eso a mí? Era tan
increíble, tan fantástico y a la vez tan aterrador. Yo me encontraba algo
dolorida y tuve la suerte de contar con la ayuda de la familia en todo momento.
¡Gracias por hacer la tarea más fácil!
A los dos días, el lunes por la mañana, nos dieron el alta. Las niñas
estaban sanas y no había más razón para permanecer en el hospital. Y me fui a
casa, con mi súper numerosa familia, dispuesta a comenzar la aventura más
grande de mi vida.
Qué emocionante Mar¡¡¡ayyy leyendote me he emocionado y todo¡¡qué bonito¡¡Sigue así y enhorabuena pro todo lo que haces :) suerte con el tratamiento de vientre y un besazo para tus tres primores¡¡
ResponderEliminarGuapa¡¡que te sigo en redes, instagram, face...me faltaba meterme en el blog para leerte y escribirte. Ya sabes que me encuentras también en blogger con mi blog la importancia de un instante (www.paquilopezmaldonado.blogspot.com)
Me tienes para lo que haga falta¡¡¡
Un beso enorme¡¡
Muchas gracias Paqui, ¡sorpresas que da la vida!, parir a pares. Ya he visto tu blog, enhorabuena a ti también. Lo importante es que nada ni nadie nos quite la pasión por escribir. Un abrazo
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